Por Romero Martínez
“Mi nombre es María Sánchez, soy veterinaria y escritora, aunque me gusta más lo que dijo María Gabriela Llansol, una de mis escritoras portuguesas favoritas: ser que escribe”.
María es andaluza, nació en Córdoba y creció entre la ciudad y la sierra norte de Sevilla, en Las Navas de la Concepción.
Cuando habla parece recitar una canción, de esas de antes, con un acento que olvidó eses. Las SssSSssSs. Lo que resulta, como todo canto bello, en algo cautivante.
María trabaja como veterinaria en los campos de España, con razas en peligro de extinción. Se ha dedicado estos últimos años a buscar otras formas de relacionarse con la tierra. Es a partir de ello, de su relación con el campo, de su historia creciendo en él, de las mujeres que lo trabajan, que escribe: publicó el poemario Cuaderno de campo (La Bella Varsovia, 2017), el ensayo Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019) y el vivero de palabras Almáciga (Geoplaneta, 2020), un diccionario en expansión sobre el medio rural que habita.
Veterinaria y escritora o, más bien, ser que escribe: “tengo la suerte que puedo combinar mi trabajo con la escritura y poder estar, por ejemplo, este día contigo en Chile”.
LA ESCRITURA
Es noviembre. Allá otoño y acá primavera. Allá son las 9 pm, acá las 5 de la tarde. Allá ella no está, porque se encuentra acá, sentada al centro de una librería. Afuera todo el mundo, o esta pequeña parte, cruza miradas por el Festival Internacional del Libro y la Lectura de Ñuñoa (FILL’22), que tiene a España y a María como invitadas.
“Para mí la escritura y la vida rural se parecen en el ritmo”, dijo hace tres años para Vogue España. “Ese ritmo que tiene la vida, esos tiempos que son diferentes. Pienso en cómo germina una planta, cómo se engancha una semilla en el lomo de una oveja trashumante y después de miles de kilómetros germina en otro sitio. Pues para mí eso es la literatura, tiene que ver con los ritmos de la naturaleza”.
Pero la literatura en el ritmo del cemento, urgente e inmediato. ¿En qué momento se es escritor/a? Ella retoma sus palabras y las une con otras nuevas: “Estoy tan harta del sistema en el que vivimos, no tenemos tiempo para ver a la gente que queremos, no tenemos tiempo para cuidarnos, para estar bien con nosotros mismos, solo nos dedicamos a trabajar y trabajar, y el sistema nos engulle; no quiero que mi escritura se contamine de eso y entiendo que soy una privilegiada porque tengo la suerte de tener un trabajo. Estos días lo decía mucho con Diego (Alfaro) de Big Sur, esa frase de Juan Rulfo: ‘lo que pasa es que yo trabajo’, cuando le preguntaban por qué no publicaba otro libro. Y al trabajar, es verdad que tengo menos tiempo para escribir, pero tengo la libertad de poder decidir por dónde voy y con quién me caso, con quién no, de qué manera quiero hacer mis libros, trabajar a mis ritmos y no sacar un libro porque hay que sacarlo, porque si no se olvidan de ti. Creo que la poesía tiene que ir por fuera de esos tiempos, de esos ritmos”.
Es justamente como cuidar de una planta, es volver, darle cariño, tener paciencia…
¡Y esperar! Es que mira, habrá gente que dice: me voy a sentar de lunes a domingo, seis horas, y voy a escribir poesía; yo soy incapaz. Siento que el poema o la imagen, el texto, me tiene que venir y decirme: escríbeme.
María trabajó en los poemas de Cuaderno de campo, su primer libro, durante siete años. En ellos anotó una vida, la observación del día a día. Es una reflexión sobre la familia y cómo nos construye. Sobre el cuerpo y cómo nos acuna. Las imágenes caen en casas antiguas, entre animales que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Su contratapa dice: “una obra sabia, delicada y a la vez en guardia, dispuesta a protegerse y atacarnos”; como un animal.
Y la escritura es también todo eso que viene antes de escribir, ¿no?
Por supuesto, ¿cuándo una es escritora?, ¿cuándo realmente estás escribiendo? Porque para mí, la escritura está todo el rato sucediendo, ahora estoy hablando contigo y me ha venido una imagen y a lo mejor el mes que viene me vuelve a aparecer esta conversación contigo y escribo algo o se transmuta en otra cosa, entonces creo que es algo que no se puede reducir a un espacio ni a un movimiento físico, creo que se escribe desde dentro.
EL LENGUAJE
Una mirada íntima y familiar al mundo rural; esa es la bajada de Tierra de mujeres, segundo libro de María, un personalísimo ensayo que busca amplificar los relatos de las mujeres trabajadoras de los campos de España. Una visión realista de esas tierras, alejada de postales bucólicas, que subraya la importancia por preservar sus historias, contadas desde dentro y desde abajo.
En otra entrevista comentaste que Tierra de mujeres va también sobre crear un nuevo idioma, en el que “partamos todos y todas del mismo nivel, que podamos aprender del otro, cuidarnos, conocernos”. ¿Qué características tiene ese lenguaje?
Pienso mucho en una de mis pensadoras y activistas favoritas que es Silvia Rivera Cusicanqui, cuando dice “hablar desde abajo” y para mí ese hablar desde abajo implica un lenguaje donde no haya paternalismo, donde no haya clasismo, donde no haya machismo, donde no haya fascismo, donde no haya condescendencia.
Cuando María se encontró con el feminismo buscó en veterinarias, científicas, ecologistas, divulgadoras y botánicas, senderos y direcciones por donde caminar. Con los años se dio cuenta cómo pasó por alto lo más cercano y fundacional en esta búsqueda: las mujeres de su casa, pues qué más adentro y más abajo que la historia de su propia familia.
“Te propongo que leas el cuerpo de tu madre, sus estrías, sus arrugas, sus achaques, sus vergüenzas, sus inhibiciones, sus tics nerviosos, sus arranques de ira y de melancolía, que se expresan en las pupilas y los párpados, en las cejas y en la nariz. Que leas sus canas, sus calvicies, su frente y sus tetas caídas”, dice la activista boliviana María Galindo en “Bibliografía feminista impresincible”, columna que publicó en respuesta a una chica en Buenos Aires, cuando le preguntó qué debería leer para hacer feminismo.
Acá en Chile, durante la presentación de sus libros, María Sánchez comentó que en su adolescencia su madre encarnaba lo que no quería ser, hasta que entendió la vida que le tocó por fuerza de las circunstancias.
“Quiso coger lo que más quería en este mundo (…) pero vinieron el aullido y la escarcha”, escribió Sánchez en el poema Carta a la madre de Cuaderno de campo. “Escribir Cuaderno y Tierra ha sido la manera más sana de reabrir y cambiar la relación que tengo con mi madre y con mi abuela”, confiesa.
Violeta Parra dice en una de sus décimas “la escritura da calma a los tormentos del alma”. Recordé ese verso al leer tus poemas Carta a la madre y Carta al padre. Me daba la impresión que en tu escritura hay algo así como una reconciliación.
Sí, sí, sí, porque mi madre era ese ser que yo no quería ser. Decía: tengo que hacer lo posible para no acabar como mi madre, pero nunca me preguntaba por qué mi madre tenía la vida que tenía. Muchas veces me ha pasado con chicas a las que hago talleres o encuentros en donde me dicen: es que mi madre no es feminista, no quiere entender. Pero ¿le has preguntado a tu madre qué quería ser de pequeña o cómo era antes de que tú existieras? ¿Qué sueños tenía tu madre?, ¿qué quería hacer?, ¿qué le gustaba?, ¿con qué le gustaba jugar? Parece que solo entendemos su identidad a partir de ser madre y qué feo reducirla así, madre de. En la escritura de Tierra de mujeres y de Cuaderno de campo hubo ese sentarme con mi madre, hablar con mi abuela, con mis tías, y que me contaran sus vidas y entender tantas cosas y decir joder, soy una privilegiada, nunca me ha faltado nada. Por eso siempre cuando voy a un sitio me gusta decir que si mi madre hubiera podido seguir estudiando, si hubiera nacido en un país donde no había una dictadura, donde no había desigualdad, machismo, a lo mejor la escritora podría haber sido ella.
LAS PALABRAS
En su paso por FILL’22, Sánchez participó de diferentes mesas sobre el escribir y la cadena detrás de esa acción. En el conversatorio “Animales mirando estrellas”, junto al español Andrés Barba y la chilena Priscilla Nowajewski, esta última criticó el mundo académico, acostumbrado a compartir sus investigaciones en un lenguaje sumamente complejo y específico, cerrando sus puertas a todos/as aquellos/as que no carguen con una mochila similar a las suyas. María asentía y escuchaba a Nowajewski, con micrófono en mano, esperando sumarse a sus palabras:
“Tú estás haciendo un trabajo, a lo mejor, impresionante, pero como lo haces en unos códigos en donde el resto de los mortales no te entiende, solo se leen entre los mismos. Vuelvo a eso de hablar desde abajo, de usar cómo hablamos, cómo vivimos. La palabra muta igual que mutamos nosotros, las lenguas van cambiando y por eso ese interés que tengo en recuperar las palabras que no son normativas, que están fuera del diccionario, que son populares, que son llenas de dichos, de refranes, que vienen de lo colectivo”.
Hay una cosa, dice María, que dejamos al crecer, la perdemos: preguntar cuando no entendemos, cuando no sabemos. “De pequeños siempre estamos como ¿bueno y eso qué es?, ¿y esto para qué sirve?, y ahora, ¿por qué tengo que hacer como que entiendo cuando en realidad no tengo ni idea? Decidí romper con esa pared y preguntar ¿qué significa?, ¿qué quiere decir esa palabra? Y, ¡ay! Qué bonita, qué maravilla y qué curioso, porque el otro día estaba en el campo con esta persona y él se refería a eso de esta otra manera”.
Nombres de herramientas, de plantas, de animales cambian mucho a 20 kilómetros de distancia en los campos que María recorre como veterinaria. Poco a poco, como clavos que aparecen en el camino, ella las fue guardando en su bolsillo, recolectando para luego compartirlas.
Almáciga, su último libro, es el resultado de esta tarea que cayó del cielo o, más bien, que encontró en la tierra. Un “vivero de palabras rurales”, dice ella, pues una almáciga es un semillero, en este caso, un sustrato donde las expresiones de esas tierras germinan y vuelven a existir.
“Ha sido muy bonito porque empecé también en mis redes sociales regalando palabras que me iban contando y se propagó tanto que iba a una presentación de Tierra y venía gente y me traía un pendrive con palabras, libros de gente que ha recogido las palabras de su pueblo. Por eso Almáciga está en formato virtual, porque voy poco a poco sumando, es imposible hacer un libro de la lengua y de las palabras que sea finito. Para mí este libro nunca debería acabar porque, además, ya no es solo la palabra que se pierde, sino de dónde viene esa palabra, quiénes son los que la usan y qué vínculo y simbiosis hay detrás”.
¿Cuál es tu palabra favorita en Almáciga?
Pues mira, esta mujer del pendrive, de la que te hablaba, me regaló mi palabra favorita de Almáciga. Ella se llama Manola y es una amiga de mi madre.
Manola se enteró que María estaba recolectando palabras y preparó un archivo donde sistematizó todas las expresiones rurales que conoce de su viajera y larga vida.
“Seher, es ese, e, hache, e, erre, con la hache intercalada. Es tan bonita. Significa el viento de la mañana que ayuda a las plantas a crecer, o sea, es un viento bueno”.
Cuando María encuentra o recibe una palabra hace un trabajo de investigación. Muchas de ellas no aparecen en diccionarios, pero pueden ser reconocidas en otros documentos no oficiales. Sin embargo, seher no está por ningún lado.
“¿Te imaginas que se la haya inventado Manola y me la haya regalado? Pero qué bonito, porque también las palabras las hacemos. Es que a mí me carga eso de ‘Noo, es que no se puede cambiar el lenguaje’, por ejemplo, con lo de ‘nosotres’. La lengua es viva, tiene que cambiar y qué maravilla”, sentencia María, ser que escribe, con el cuerpo en otoño y primavera, entre las 10 y las 6, entre allá y acá, la tierra y el concreto.