Por Arianna de Sousa-García
Hoy, cuando vivimos una época de apertura hacia la literatura escrita por mujeres, nos damos cuenta de varias cosas; siendo muchas más las que se publican, seguimos siendo muy pocas. Somos tan pocas. Unos cinco nombres femeninos por país parecieran cumplir con una especie de cuota en el imaginario de las editoriales trasnacionales, nacionales e independientes, con poquísimas excepciones. Hoy también, y quizás como reacción a lo primero, somos más las mujeres haciéndonos paso como podemos dentro de la edición, y dentro de este grupo está un fenómeno muy significativo y decidor: las editoriales de mujeres que publican únicamente mujeres, con el afán de decir, nombrar, divulgar, traer a la luz a tantas con tanto por decir.
Es sabido que la mayoría de nuestra escritura suele tener ciertas características que han permitido agruparnos en la «literatura femenina», etiqueta que considero odiosa e innecesaria. Puesto que a la literatura hecha por hombres, obsesionada con cubrir los grandes tópicos y las 1000 páginas no le llamamos «literatura masculina». Ambas son literatura, punto. Este afán clasificatorio nos guetiza, nos ata las manos, porque una cosa es querer y necesitar escribir sobre lo íntimo y sus minucias, y otra cosa es que para los otros sólo podamos escribir sobre ello.
Al respecto, la chilena Soledad Fariña en El deseo hecho palabra (Ediciones UDP 2015), dice: «imaginamos sociedades más justas desde un concepto distinto de cultura, no desde una concepción universalizante o gran relato que subordina a otros, sino desde muchos pequeños relatos que no creen llevar en sí la verdad, sino a (duras) penas el balbuceo de constituirse». Me parece que no sólo no creemos llevar una verdad absoluta, creo que tampoco nos interesa y cuando digo creo no me refiero a lo posible, me refiero a la certeza.
Corría el año 1972 cuando la mexicana Rosario Castellanos escribió «No, no es la solución/ Tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi/ Ni apurar el arsénico de Madame Bovary…/ Ni concluir las leyes geométricas,contando/ Las vigas de la celda de castigo/ Como lo hizo Sor Juana… No es la solución/ escribir, mientras llegan las visitas/ en la sala de estar de la familia Austen (…)/ debe haber otro modo que no se llame Safo/ ni Mesalina ni María Egipciaca/ ni Magdalena ni Clemencia Isaura./ Otro modo de ser humano y libre./ Otro modo de ser». Poema que nombró Meditación en el umbral y que leí en América latina: palabra, literatura y cultura (Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2013) de la chilena Ana Pizarro.
En Escribir & tachar, el ensayo de las chilenas Andrea Kottow y Ana Traverso (Overol, 2020) las autoras indagan en la narrativa escrita por mujeres en Chile a través de ese mismo cristal «Como estamos hablando de escritura de mujeres, tenemos que preguntarnos qué tipo de malestar se abre paso en esas escenas (…) cuáles son los vínculos entre esos ambientes mórbidos y las formas en que se presenta el mundo de las mujeres».
Y me va pareciendo que eso que llaman ambientes mórbidos no es más que cualquier casa latinoamericana, inundada como todas de violencia en cualquiera de sus formas, lavadas por el silencio como nos lavan con agua y jabón con afán de hacernos más moldeables, más sumisas, más bonitas. Ya lo decía Eleonora Requena en Mandado, poema incluído en la muestra antológica de poesía venezolana del siglo XX Las palabras necesarias (Lom, 2010) «se me dijo bébete la risa dragate serena en tu butaca sin/ [levantar la voz arrodíllate/ mora como un vaso que recibe deja abierta esa puerta ella/ [es calladita no te palpes/ mójate con el agua tibia sin vacilación no te demores sal/ [de ahí cúbrete/ la piel mojada y siempre asiente/ casi obedecí pues vivo».
También la salvadoreña Claudia Hernández, en Tomar tu mano (La pollera, 2022) «Ya no es tan bonita. Eras más bonita cuando no tenía el rostro golpeado, cuando era una niña que soñaba que le quitaba las espinas de la cabeza a Dios y que vencía a golpes a los demonios que acosaban al dulce Jesús. Era más bonita cuando la cuidaban las tías y él la conducía en el auto de ellas de su casa a la escuela y de la escuela a su casa».
Una mujer a quien amé mucho me dijo: «yo no sé que te pudo haber pasado, pero qué desagradable toda tu alharaca feminista», en ese momento guardé silencio. No le respondí más, sólo lloré muy amargamente porque tenía razón, sí me habían pasado muchas cosas horribles en los últimos diez años y antes también, pero en ese entonces había olvidado que no necesito permiso para hablar y que de hecho es necesario que lo haga.
Hace poco un amigo me preguntaba por mi proceso escritural, le contesté que era algo que no estaba sucediendo. Preguntó por qué y aunque al principio tuve mis reservas en decirle lo que estaba a punto de decirle, le hablé sobre las condiciones en las que vivo, algo que no me gusta traer a mi vida pública porque no me gusta la lástima, porque intento alcanzar al resto a punta de talento y esfuerzo y eso es insuficiente.
Le conté que vivo en un departamento de dos piezas; que en una duerme mi abuela y en la otra mi madre, mi hermana, mi hijo y yo. Que mi escritorio desapareció cuando decidimos darle un espacio propio a la vieja. Que alguna vez tuve una silla de escritorio y tuve que sacarla, porque no me cabe. Que ese sueño de ser impresionante y escribir en la cocina no se me da, porque la cocina es el espacio de mi madre y de mi abuela, el lugar desde el que intentan ayudarme, en el que son y hacen para no volverse locas. En fin, que no tengo espacio. Que no puedo escribir y que me impresionaba la vigencia del Cuarto Propio de Woolf y de la huida de Garro. Mi amigo hizo un gesto de lamento y con eso cerramos el tema. En ese mismísimo momento me acepté como una mujer con párrafos en los bolsillos, en la cartera y el armario. Una mujer latinoamericana promedio, una mujer latinoamericana migrante promedio, una mujer madre latinoamericana migrante promedio que quiere escribir y que no puede y ya no me avergüenza decirlo.
En Andamos huyendo Lola (Mardulce, 1980), la mexicana Elena Garro dice: «Esa misma tarde, Móstoles decidió su destino. La mudó del hostal a un piso amueblado. El administrador, un hombre alto con tipo de moro y barba rala, sonrío satisfecho y le hizo una caravana, se llamaba don Inocente y el edificio, La Flor Intacta. ¡No tengo dinero! Exclamó Dionisia (…) En unos minutos Curro Móstoles firmó un cheque y obtuvo para ella el piso compuesto por un dormitorio, un baño, una cocinilla, un salón y una terraza. Media hora después le prestó una máquina de escribir y sonrío satisfecho de su magnanimidad. Dionisia sintió que la bañaba el rocío que cae por las mañanas sobre los jardines antiguos. Escribió toda la noche, pues repentinamente su memoria perdida la llevó a un cementerio con ángeles de nieve, cruces de hielo, arcángeles de luz».
Porque como escribió la colombiana Margarita García Robayo en Primera persona (Montacerdos 2021), «Las lecciones importantes se guardaban en la cabeza y las más importantes se guardaban en el cuero».
¿Las escritoras latinoamericanas tenemos el suficiente aire, la suficiente luz, el suficiente espacio para producir textos que no sean una fotografía de nuestra propia precariedad?
La argentina Hebe Uhart en La Patagonia Manzanera, crónica inserta en su libro de viajes Visto y Oído (Adriana Hidalgo editora, 2012), habla de Elba Calfuqueo y su hija Marta:
«Hizo el secundario y le hubiera gustado ser historiadora, pero no se le dio. En el secundario no le enseñaban la historia mapuche, le enseñaban griegos y romanos. Marta, como su madre Elba, saben la historia de su pueblo por transmisión oral. Elba contó que su abuela decía que habían venido escapando de Chile, arreaban animales y venían con carros de bueyes».
Una lectura de la chilena Adriana Valdés sobre Tala, de Gabriela Mistral, incluida en Intromisiones (Ediciones UDP, 2021) apunta: «Un sujeto extranjero, culturalmente migratorio, ubicado en la intersección de culturas distintas y haciendo entre ellas sus movidas de supervivencia: un sujeto particularmente latinoamericano, no en su afirmación, en su despojo, (…) un sujeto particularmente mujer. En ese sentido también sujeto ajeno a los sistemas de poder, sujeto en corral ajeno».
Y la cubana Legna Rodríguez Iglesias en ¿Qué te sucede belleza? (Los Libros de la Mujer Rota, 2020), apunta: «Estoy debajo de un puente. Junto a mí fluye un río famoso. No quiero dormir porque entonces soñaré con nosotros paseando por la casa. Y fluiré junto al río. Con nosotros comiendo en nuestros platos. De aluminio. ¿De aluminio de China? Y por eso no quiero dormirme, para no vernos desde el otro lado del puente, mirándonos con ojos de ¿quieres venir conmigo».
Repito la pregunta: ¿Las escritoras latinoamericanas tenemos el suficiente aire, la suficiente luz, el suficiente espacio para producir textos que no sean una fotografía de nuestra propia precariedad?
Algunas, muy pocas, y nos alegramos genuinamente por ellas. Les damos las gracias por estar en las estanterías de librerías y en catálogos de las bibliotecas (y nos aseguramos de que estén), las leemos y escuchamos con atención porque son quienes en este minuto dan cara por todas las que no podemos, así a veces, en ocasiones, les pese la mochila y no tengan ganas de representar a nadie más que a ellas mismas. Respetar el quehacer y el estilo de cada una es la única manera de hacernos espacio en la literatura y en la academia latinoamericana. Honrar también lo que podemos hacer nosotras mismas con lo que tenemos a nuestro alcance y con todas nuestras carencias, en palabras de Clarice Lispector en Para no olvidar (El cuenco de plata, 2011) «Hoy, de repente, como un verdadero hallazgo, mi tolerancia para con los demás me ha llegado también a mí (¿por cuánto tiempo?)», ojalá que por todo el tiempo necesario.
Este texto es una invitación a leer a escritoras latinoamericanas, una mención a autoras que considero importantes e imprescindibles. También es una invitación a no decaer, a seguir haciendo de algún modo, del que sea posible.
Bibliografía:
El deseo hecho palabra (Ediciones UDP 2015), América latina: palabra, literatura y cultura (Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2013), Escribir & tachar (Overol, 2020), Las palabras necesarias (Lom, 2010), Tomar tu mano (La pollera, 2022), Andamos huyendo Lola (Mardulce, 1980), Primera persona (Montacerdos 2021), Visto y Oído (Adriana Hidalgo editora, 2012), Intromisiones (Ediciones UDP, 2021), ¿Qué te sucede belleza? (Los Libros de la Mujer Rota, 2020), Para no olvidar (El cuenco de plata, 2011).